Misterio, religión e historia se mezclan alrededor de la figura de Josefa de la Torre. Para muchos una santa y para algunos un caso científico. Para todos, una persona de interés. Las crónicas dicen que estuvo cuarenta años sin comer, sólo tomaba eucaristía una vez al mes. Convivió con espías, lágrimas y fe. Enterrada con honores de santa, Josefa llevó con ella los motivos y la verdad. Hoy en día, en O Pino perduran estudios y viejas historias sobre una mujer conocida como “la Espiritada de Gonzar”.
Josefa de la Torre era hija de Juan de la Torre y María Neto. Nació el 11 de noviembre de 1773 en la parroquia de Gastrar. Fue educada por su tío, cura de Santa María de Gastrar. Con el vivió hasta los 16 años, cuando ella y sus padres se trasladan a la parroquia de Santa Eulalia de Vigo. Tanto paor parte de su tío como de sus progenitores, se le inculca una gran vocación religiosa. De hecho, uno de los sacerdotes que la acompaña durante su posterior y particular enfermedad, llegó a señalar que Josefa “se observó desde sus más tiernos años muy inclinada a todo ejercicio de piedad y virtud. Antes de llegar a la pubertad huía de todos aquellos juegos pueriles a los que naturalmente son adictos los niños. Llegados a los 12-14 años, tiempo en el que ordinariamente se desarrollan las pasiones, fue vista más retirada de las ocasiones del mundo”.
En la parroquia de Gonzar vivió siete años. Allí conoce a Roque Tojo y se casa con él a los 23 años. Se asentaron en Gonzar y tuvieron cuatro hijos: Matías, Manuela y dos gemelas. Una se murió y a la otra la llamaron Josefa. Pero la fatalidad se cebó con ella y Josefa se queda viuda con tres hijos a los 30 años.
El día crucial fue en noviembre del año 1806. Justo cuando Josefa cumplía 33 años. Cierto día su suegro le anuncia la llegada de trabajadores que venían a realizar la “malla”. Ella intenta convencerle para posponer las tareas agrícolas, ya que preveía un inminente temporal. Pero su suegro, impaciente porque ya tenía a la gente avisada, no hace caso de sus recomendaciones. Al día siguiente, Josefa se mete en la cocina para preparar la comida de los trabajadores. A media mañana, con los hombres en plena faena, el cielo se oscurece y comienza a llover muy fuerte. Josefa llevaba un buen rato en la cocina, sudando a causa de la alta temperatura de la estancia. Sin medir las consecuencias, salió del hogar para auxiliar a los trabajadores. En este momento un escalofrío recorre su cuerpo. Al parecer, sufre una congestión violenta del cerebro y espasmos en las vísceras. La teoría indica que el carácter de estos ataques fue puramente nervioso. La causa: la impresión del frío y la humedad sobre el sistema de innervación.
El ataque le duró cuarenta y ocho horas. Un mes después, Josefa se expone al frío de diciembre. Consecuencia de ello, fue lo que se conoce como “hinchazón universal” o anasarca. Continuaron los martirios y al cabo de dos semanas, con muy poco tacto, le comunican el fallecimiento de su madre. Regresaron los ataques, en esta ocasión bajo la mirada de su hijo mayor, de 10 años. Los miembros se le paralizaron y Josefa se quedó ciega. Por si esto fuese poco, también sufrió una gastroenteritis. La hinchazón aumentó y en febrero de 1808 rompe por distintas partes, formando llagas de las que manaban líquidos. Pasaron los días y cicatrizaron todas las heridas menos una llaga situada donde la espalda pierde su casto nombre, que tenía además mucha profundidad. Al estar en una misma postura, se une y se carnifica la parte anterior de la espalda con el bajo vientre. Algunos estudiosos incluso definieron a Josefa como una momia en vida. .
Y así pasa el tiempo, Josefa sólo habla con su confesor, José Jacinto del Río, convenido de que vive sin alimento. Lo mismo piensan los párrocos Antonio Mercado y Jacinto Cernada. Se descarta a priori el posible beneficio económico, ya que la situación de la familia es holgada y no aceptan donativos de nadie.
Aún así, surgen las dudas en el seno de la Iglesia. Uno de sus representantes llega a un acuerdo con una criada de Josefa para que la vigile, a cambio de una generosa retribución. Esta mujer descubre algo curioso: cuando los demás dormían, Josefa se levantaba, se sentaba al lado del fuego y se peinaba. Luego volvía a su cama.
Pasan los meses e incluso los años. El arzobispo Rafael de Vélez quiere trasladarla a Santiago para examinarla con detenimiento. Pero Josefa reacciona con cólera. Declara : “Mientras viva, permitidme reposar en mi casa y reservad para después de mi muerte el deshacer mi cuerpo para estudiarlo”. Ante esta reacción, la Iglesia cambia de táctica. Fueron despedidos los criados, siendo tres benedictinos y un cura los encargados de vigilar a la enferma. Ordenaron que no se encendiese el fuego y que nadie se acercase a Josefa. Como era de esperar, la vigilancia transcurrió sin novedades. Estuvieron 17 días y luego desistieron.
Nn el año 1838, José Varela de Montes, miembro de la Escuela Médica Compostelana (catedrático de Fisiología), publica “Historia de la enferma de Gonzar”. En el libro explica que la espiritada al principio comía, pero como no era capaz de que la comida le sentase bien, dejó de hacerlo. Treinta años después de aquel primer ataque, Varela de Montes describe a Josefa. Dice que su cara seguía llena y sin color desagradable de extenuación. Añade que su respiración es lenta y que está casi ciega. Asegura también que su oído es regular, el olfato escaso, el tacto casi nulo y cada vez que se movía emitía una queja. Según Varela de Montes, Josefa solo se alteraba cuando iba demasiado frío o calor. Benito Lareu, cura de Gonzar, en un escrito del año 1837, decía “es cierto que algunas veces llora, porque se le ve verter alguna lágrima. Comulga el primer domingo de cada mes”.
Varela de Montes resaltó también que el cuerpo de Josefa no necesitaba reponer lo que no gastaba: la falta total de orina, saliva, excrementos, mucosa y sudor. Un cuerpo que, a juicio de diferentes testimonios, entre ellos el Capitán del Regimiento de Castilla, Vicente Vázquez Varela, se mantenía igual. La cara, sin arrugas, con un cutis terso y blanco; el cabello negro y poblado. Todo cuando Josefa contaba ya con 65 años, treinta de los cuales supuestamente sin probar alimento. La muerte la visitó finalmente en el año 1848.
Fueron muchas las historias que durante esas cuatro décadas y tras la muerte de Josefa, circularon tanto por Gonzar como por todo el Ayuntamiento de O Pino. De hecho, algunos decían que era Nuestra Señora la que lavaba a Josefa, que siempre estaba limpia.
Desde la muerte de esta enigmática mujer hasta que recibió sepultura pasaron cinco días. El funeral fue tan multitudinario, había tanta gente que quería verla, que rompieron la pila bautismal de cantería de la Iglesia de Santa María de Gonzar. La tumba jamás fue abierta. Ni siquiera cuando hace varios años se reemplazó el viejo suelo de madera por losas. Josefa reposa en un lugar de honra: debajo del altar de Nuestra Señora del Carmen. Por cierto, que entre los muchos rumores sobre la espiritada también se dice que en el Palacio Arzobispal, en Compostela, hay una llave para abrir la sepultura. Incluso se llegó a comentar que algún cura la abrió y vio el cuerpo de Josefa incorrupto, tal y como se enterró.
Hoy en día, no quedan descendientes director vivos de Josefa. Tuvo tres nietos que fallecieron antes de cumplir el año y medio de vida.
Son significativas las supuestas declaraciones que realizó su sobrina a Manuel Riveiro, que fue párroco en Gonzar: le contó que en el cadáver de Josefa aparecieran, tras la autopsia, restos de papas de maíz en el estómago.